viernes, marzo 09, 2007

¿Dios es Redondo?

¿DIOS ES REDONDO?

Mi personal opinión respecto del fútbol difiere de la de mis amigos y millones de aficionados a ese espectáculo. Para mí, es –además de un gran negocio- una especie de ritual que nos remite a los estadios tribales de las sociedades humanas. Una regresión. Bueno, exagero.

Sin embargo, no siempre lo creí. De niño fui aficionado y practicante. Claro, recibí la herencia cultural del medio en que nací y crecí: el mayor de mis hermanos jugaba en un equipo denominado Deportivo Uruguay -rebautizado como Morelia- que organizaron los jóvenes del barrio, decididos a enfrentar los riesgos que implicaba el deporte llanero: robos de la petaquilla en la que guardaban su ropa, alimento y refresco para después del encuentro. La experiencia dio paso a que, posteriormente, algunos de los cracks mejor calificados incursionaran en otros ámbitos con mejores perspectivas. Así, uno se fue a las reservas del América; otro -de corta carrera, merced a una fractura doble de tibia y peroné provocada por un contrincante- al Toluca; y mi hermano al Covadonga de la Liga Española.

El hermano sándwich jugó en las fuerzas intermedias del Atlante; pero al igresar a la preparatoria cambió los botines con tacos por los spikes: se dedicó a la práctica de las carreras de doscientos y cuatrocientos metros.

Con esas influencias tan cercanas, además de que era la actividad deportiva en boga por mis rumbos, me inicié en el ejercicio físico de las patadas; aunque para mí no estaba conceptuado de esa manera, sino como una suerte de práctica de habilidades técnicas y esteticismo puro.

Adoraba las posiciones de portero y extremo izquierdo de la ya inusual formación 3, 2, 5. Una, porque admiraba al guardameta ruso del Dinamo de Moscú y, la otra, porque idolatraba al brasileño Garrincha. Ambos eran mi modelo a seguir.

Un día acompañé a mi padre a una librería de viejo; mientras él curioseaba en la mesa que daba alojo a los textos de ciencias sociales y filosofía, yo oteaba por aquí y allá. Fue entonces que descubrí dos pequeños manuales ; uno, para árbitros, que describía las reglas generales del deporte y, otro, para porteros, con sugerencias y consejos para enfrentar diversas eventualidades para mantener a salvo e infranqueable el marco. Abrevé en ellos con fruición.

Con tal bagaje cultural futbolero, salté a las canchas partiendo de lo teórico a la praxis revolugolearia.

Como desde ese entonces era acérrimo enemigo del pragmatismo contumaz y a ultranza, me molestaba que los compañeros de camiseta corrieran “en bola” en pos de la ídem: “¿para qué creen que son las posiciones?” Mis corajes carecían de objeto ante la opinión del director técnico, pues él era muy claro y preciso en sus instrucciones: “jueguen con garra; y, si lo hacen así y ganan diez partidos, los inscribo en la liga infantil”. Así, la Ciudadela se convirtió en campo de entrenamiento; y los campos de División del Norte (donde hoy se levanta la Alberca Olímpica) se vistieron de escenario para mis primeros encuentros. El entrenador nunca cumplió su promesa, por lo que el Real Belén no fue registrado por liga alguna.

Hice un impasse en la práctica futbolística que duró hasta poco más allá de la adolescencia. El Everton Club de la localidad requirió de mis servicios. Había una notable diferencia entre los estilos de juego infantil y el juvenil, circunstancia que yo ignoraba. Los primeros partidos se llevaron a efecto en unas canchas cercanas a la Colonia Jardín Balbuena, que hoy no puedo ubicar; ahí descubrí la gnosis oculta del fútbol: mi habilidad para esconder la pelota y engañar al contrincante mediante la gambeta de nada valía ante la patada directa a la espinilla, el pisotón intencional y el desplazamiento por la vía del codazo a las costillas, el caderazo, la rodilla clavada en el muslo o el franco empujón con el hombro, brazos o manos; mis talentos como futbolista no servían ante la depurada técnica de la “marranada”. Tampoco, ser un veloz corredor de balón: siempre hubo una barrida con la que se me enganchaba un pié, o un golpe a los talones, que provocaba cortar de tajo mi avance lanzándome al suelo.

Soporté pocos partidos. Fueron suficientes para convencerme de que en el fut –como en muchos otros aspectos de diversa índole de la vida fuera de las canchas- la fuerza era oponente irreconciliable con la técnica y, aun, recibía el aval, por indiferencia, de las instancias encargadas de hacer respetar las reglas: el arbitraje. Siendo hábil, aunque –admito- no en grado excepcional como para que mi dominio técnico venciera la rudeza, abandoné la llanera actividad deportiva.

Como en la preparatoria había que cumplir con el programa de educación física, me anoté en el equipo de la clase. Ahí conocí otro aspecto: el capitán de la escuadra, que a la vez la hacía de director técnico al determinar quiénes conformarían la alineación, tarea que involucraba sólo a sus “cuates” o a quienes lo compensaban –sospecho- de alguna forma. Nunca prestó atención a mis requerimientos, al grado de que no llegó a saber si yo era bueno, regular o mal elemento: jamás me alineó; pero siempre hubo la promesa implícita en un “espérame tantito” que no se materializó.

Al siguiente año volví a inscribirme en el equipo para, simplemente, cumplir con el requisito académico; pero sin la menor intención de participación: colgué el hato futbolístico para siempre. Dejé al desamparo los zapatitos, los pantaloncillos cortos, las medias y la camiseta. Discerní: “¿futbolista, para enfrentar un ajeno repertorio de patadas y grillas? No, se acabó”. Para el caso, daba lo mismo y, quizá, mejor ser taekuandoista y treparme a cualquier escaño de la amplia pirámide de la política oficial corporativista o de determinada organización popular regida por el partido aplanadora.

Hasta hoy me mantengo alejado de toda esa parafernalia que rodea al fútbol mexicano profesional: el dinero, los intereses, los patrocinios, los amiguismos, los privilegios y la violencia dentro y fuera de las canchas. Que si las intrigas por el nombramiento de director técnico del TRI, que si los patrocinadores, que si “ponte la verde”, que si esta vez “¡sí se puede, sí se puede!” porque en democracia todo es posible y sólo es cuestión de mentalizarse, que si el “ya merito”, que si los representantes de los jugadores, que si “de a cómo no”, que si “si me llegas al precio”; que si tienes que hacer comerciales de alimentos chatarra, bancos, dentífricos, productos de limpieza en los que participa una mamá postiza, artículos deportivos y panes de caja; que si el mundo del glamour subdesarrollado, que si el escándalo de borrachera o con la actricita de moda, que si los desmanes de las porras. Mi experiencia personal fue sólo una caricatura comparada con lo que acontece en el fútbol profesional mexicano (y en muchas otras partes del mundo).

No, no, no. Dios, ese dios, no es redondo; es obtuso, sin que ello tenga que ver con la geometría euclidiana. Ese dios es una virtual patada, en los sentidos literal y figurado de la palabra. Una lucha de poderes económicos y politiqueros. Ese dios es una entelequia.

Así que ¿para qué apasionarse tanto por esa iglesia (que no religión) si en vez de enaltecer el cuerpo y el espíritu (¿“mente sana en cuerpo sano”?) le da uno de patadas a sendos ámbitos del ser? En tal caso, existen una serie de alternativas que ofrecen un sinnúmero de opciones similares, tanto o más redituables, como son otros tipos de partidos que no guardan relación con el fútbol: los partidos políticos, los dioses de la “grilla”.

Mejor sería afirmar que Dios, ese dios, es un negocio redondo, que pareciera lo mismo, pero no es igual.