sábado, marzo 29, 2008

18 de marzo

18 DE MARZO.

Por: Gabriel Castillo-Herrera.

Escribo, para una revista chilena, una serie de artículos sobre la historia de México y estoy por llegar al periodo revolucionario.

Creo, en contraposición a muchos “analistas” mexicanos, que hubo varios capítulos que le dieron, y siguen dando, validez; sin embargo, no tengo duda de que el más significativo es el que, ya después de la lucha armada, hizo posible que México abandonara el carácter de país semifeudal: la expropiación petrolera. Si bien la lucha armada permitió la liberación de la mano de obra -lo cual es una característica obligada para que el sistema capitalista se desarrolle- antes del estallido social la fuerza de trabajo se encontraba sujeta –de hecho y derecho- a la tierra; pero el episodio ocurrido en 1938 cambió el cariz de la nación en su conjunto.

Esto viene a colación porque la noche anterior a la que escribo escuchaba a una analista afirmar que se nos ha estado engañando desde las instancias del poder –no ahora, sino desde siempre- con la falacia de que el petróleo es nuestro cuando, en realidad –según la mencionada-, es que sirve tan sólo a la elite gobernante y a su sindicato. ¡Menuda perla!

Nadie podría negar que tales instancias de poder se han beneficiado de PEMEX, pero para solucionar el problema hay que acabar con la corrupción, no con PEMEX. A ningún médico se le ocurriría “curar” a un enfermo aplicándole la eutanasia en vez de recetar un remedio contra el mal; pero algunos “modernos” analistas televisivos están convencidos de que sí.

[N.B.: La sapiencia de los buenos albureros (como mi primo Yair Nepomuceno, hojalatero ambulante de la Portales) dice que “…no es lo mismo ‘la cómoda de tu hermana’, que ‘acomódame a tu hermana’ ”].

Sucede que estos modernos analistas, no obstante sus maestrías y doctorados en el extranjero (o por ello mismo) no saben discriminar entre la apariencia y la esencia de las cosas. O, bien, pretenden dar validez a los intentos gubernamentales de reprivatizar la industria petrolera mediante la reforma energética que, afirman, es necesaria. “Necesaria”, ¿para quién?

Tal parece que el anterior gobierno y el actual –y el empresariado que los apoya- no pueden dejar atrás el estigma del “síndrome del cangrejo” que ha caracterizado al conservadurismo mexicano: vivir de la renta y no de la reproducción del capital y la plusvalía. Y aun se justifican: “No vamos a privatizar, sólo a otorgar contratos a particulares”.

[N.B.de mi prima Concha Vanesa (hermana del Yair): O sea… neta huei: ¡No manchen!, ¡jelou! Si eso no es privatizar; o sea… ¿ves?, tampoco es todo lo contrario. ¡Neta que lo es!; aquí en la Bondojo, como in De Jils (Las Lomas) y en Sanna Fi, ¿mexplico? ¡chido guan! O sea… ¿mentiendes?].

Estos señores “cangrejos” (apelativo que su ascendencia se ganó a pulso durante la intervención francesa por su afán de caminar –históricamente- para atrás) añoran las antiguas formas de apropiación de la riqueza y las costumbres cortesanas características de la rancia aristocracia. Por ello, cuando la sociedad mexicana cambió merced a la Revolución y –como afirmo- a la nacionalización del petróleo, no supieron transformarse en burguesía y dejaron la tarea de levantar una sociedad nueva al Estado, el cual tuvo que sacar de la chistera de mago al conejo del capitalismo monopolista de Estado.

Y aun culpan al PRI (lo cual es otro cantar) en vez de achacarlo a una necesidad histórica de coyuntura derivada de su incapacidad de ver para adelante.

Antes del estallido revolucionario, el 80% de la población vivía de las actividades del campo; y la mayoría de ese ochenta por ciento eran peones acasillados cuya subsistencia reptaba entre la miseria, la violencia y la muerte. ¿Qué iba a ser de esa inmensa masa liberada después de la guerra intestina?

Recuerdo que mi padre, cuando yo era niño, inventó un cuento: unas hormiguitas vagaban sin rumbo buscando un sitio donde instalarse. Después de mucho tiempo decidieron asentarse en un paraje, en apariencia, inhóspito; pero localizaron una mina de azúcar. Se dispusieron a trabajar y comenzaron a extraer grandes cantidades del producto. Al poco tiempo llegaron más hormigas, por lo que empezó a forjarse un pueblo. Entonces se hizo necesario instalar mercados donde adquirir ropa y alimentos; construir casas; más tarde, escuelas para los niños hormiga; luego bibliotecas, teatros, cines, etc. Hasta que levantaron La Gran Hormigatlán, una gran ciudad - estado que fue la envidia de las demás especies animales.
No sé si Lázaro Cárdenas del Río y sus ilustres asesores (entre los que se encontraba don Jesús Silva Herzog) se sabían ese cuento. Lo cierto es que encontraron qué hacer con la referida masa depauperada que poblaba el México post revolucionario en un símil de la fábula. Y aprovecharon una situación del momento: ante la soberbia, la fatuidad y necedad de las poderosas compañías extranjeras frente los requerimientos salariales de los trabajadores petroleros, aquél decretó la nacionalización del energético y la infraestructura que sostenía la industria. Y con ello, como en el cuento de mi padre, posibilitar el México de hoy, el urbano; el que disparó otras industrias y el comercio; con base económica propia.

El petróleo, desde ese punto de vista, es el forjador de la nación mexicana. Y, desde esa perspectiva: ¡Claro que es patrimonio de todos los mexicanos! Si no fuera así, la analista mencionada al principio de este escrito no estaría dando su opinión ante los medios televisivos, estaría, quizá, labrando la tierra. Si tierra tuviera.

Los “cangrejos” añoran vivir de la renta como destino para México y entregar la plusvalía a las compañías extranjeras, precisamente como sus ancestros. ¿Dónde está su modernismo?

Yo no sé cuándo aparezca este artículo, pero confío que se convierta en una suerte de invitación a los actos convocados por Andrés Manuel López Obrador en el Zócalo capitalino. Después de todo, no se trata de actos partidarios, sino de defender el patrimonio de la nación, indistintamente de la simpatía por cualquier instituto político.